MIS SUICIDIOS
La primera vez que me maté lo hice para aturdir a mi querida. Esta
virtuosa criatura se había negado bruscamente, cediendo al remordimiento
-según decía-, a acostarse conmigo, a engañar a su amante, su jefe de
oficina. No sé muy bien si yo la amaba; sospecho que quince días de
separación habrían disminuido de manera notable la necesidad que de ella
sentía. Pero su rechazo me exasperó. ¿Cómo atraparla? ¿Ya he dicho que
ella sentía por mí una profunda y duradera ternura? Me maté para aturdir
a mi querida. Perdóneseme este suicidio en consideración a mi extremada
juventud por la época de semejante aventura.
La segunda vez que me maté lo hice por pereza. Pobre, con un horror
prematuro por toda ocupación, un día me maté sin convicción alguna, tal
como había vivido. No fue una muerte demasiado rigurosa, a juzgar por la
floreciente catadura que hoy tengo.
La tercera vez... Voy a eximirlos del relato de mis otros suicidios,
siempre que consientan ustedes en escuchar éste: acababa de acostarme,
después de una velada en la que mi hastío no había sido, ciertamente,
más asediante que las demás noches, y tomé la decisión y, al mismo
tiempo -lo recuerdo con precisión absoluta-, articulé la única razón
para hacerlo. Y ahí mismo, ¡zas!, me levanté y fuí en busca de la única
arma que había en la casa, un pequeño revolver adquirido por uno de mis
abuelos y cargado con balas igualmente viejas (en seguida veremos por
qué insisto en este detalle). Acostado desnudo en mi cama, desnudo me
hallaba en mi habitación. Hacía frío. Me apresuré en sumergirme bajo las
mantas. Había armado el gatillo y sentí el frío del acero en mi boca.
Parece verosímil que en aquel momento había sentido latir mi corazón,
tal como lo sentía al oír el silbido de un obús antes de estallar, como
en presencia de lo irreparable aún no consumado. Oprimí el disparador,
el percutor cayó, pero el balazo no se produjo. Entonces deposité el
arma en una mesita, probablemente riéndome con alguna nerviosidad. Diez
minutos más tarde, dormía. Creo que acabo de hacer una observación algo
importante, tanto que ¡naturalmente! Va de suyo que ni por un instante
pensé en un segundo disparo. Lo que interesaba era haber adoptado la
decisión de morir, no que yo muriera.
El tedio y un hombre al que no se le escatiman tedios encuentran quizá
en el suicidio la consumación del más desinteresado gesto, ¡siempre que
no sienta curiosidad por la muerte! No sé en absoluto cuándo ni cómo he
podido llegar a pensar así, lo cual, por lo demás, no me fastidia. Pero
he ahí, sin embargo, el acto más absurdo, y la fantasía en su fuente, y
la desenvoltura más lejana que el sueño, y el más puro compromiso.
Jacques Rigaut:
Jacques Rigaut:
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